¿PLENO EMPLEO?
Para la crítica de un problema mal planteado

Claus Offe
© Germania, S.G.S.L., Alzira - Comisiones Obreras

No se puede concebir el paro como un «problema», porque no es posible «solucionar» el hecho de que el mercado de trabajo no puede acoger el volumen de trabajo ofertado, por lo que es preciso efectuar una reorganización institucional de la vida del trabajo, de connotaciones morales y culturales.

Un problema es algo para lo que existe una solución. Por definición, todo laberinto tiene una salida. Cuando se define como «problema» un estado de cosas que preocupa, se procede a una determinada maniobra semántica que implica: basta con reflexionar sobre él con el debido rigor, consultar a los especialistas adecuados, fijar las prioridades correctas y luego actuar resueltamente; si se hace así, seguro que se encuentra la solución, la salida. Y se reconoce que se ha encontrado la solución por el hecho de que, en un momento dado, el problema ya no existe.

Vistas así las cosas, el paro no es un «problema», sino una situación con visos de fatalidad. El paro no es un problema porque el pleno empleo no es una solución realista y, por tanto, algo que pueda responsablemente fijarse como objetivo. De nada sirve cubrir esta situación dolorosa y fuera de control con capas de pomada todo lo gruesas que se quiera de la retórica socialdemócrata sobre el pleno empleo. Tendremos que hacernos cargo a largo plazo de una situación en la que una gran parte de los ciudadanos adultos de ambos sexos no va a encontrar acomodo y fuentes de ingreso en relaciones laborales «normales». La cuestión clave es si vamos a conseguir o no configurar esta situación de tal manera que resulte social y políticamente hasta cierto punto inocua.

Existe paro cuando hay más personas que buscan una ocupación que las que efectivamente la encuentran. Este desajuste cuantitativo puede diagnosticarse de dos maneras: la demanda de fuerza de trabajo es «demasiado pequeña» o la oferta es «demasiado grande». La interpretación casi refleja preferida entre nosotros por los responsables de la política económica y social es que la demanda de fuerza de trabajo con los costes dados de la ocupación (esto es, costes salariales y extrasalariales) resulta «demasiado pequeña». Se sigue, en nuestra época «postkeynesiana» en todo caso, la conclusión de que deberían reducirse los costes de la ocupación y/o mejorar los incentivos para que los inversores empresarios creen puestos de trabajo (en el país) y aumenten su demanda de fuerza de trabajo, independientemente del coste que pueda comportar en el terreno de la política distributiva.

Por lo que se refiere a la reducción de los costes laborales (es decir, los salarios más los costes de seguridad social y protección de la fuerza de trabajo), las teorías de oferta dominantes tienen como premisa que si el trabajo es «más barato» se genera automáticamente más ocupación. Los costes laborales deberían aproximarse a un «salario de equilibrio» que se define porque despeja el mercado de trabajo. Pero esta es una conclusión errónea porque en toda economía desarrollada hay dos salarios de equilibrio que, además, difieren mucho entre sí. El salario de equilibrio que despeja el mercado de trabajo difiere drásticamente del salario de equilibrio que despejaría también el mercado de bienes; y si no se despeja el mercado de bienes tampoco se hará lo propio con el mercado de trabajo. Los bienes producidos no encuentran salida con el «salario de equilibrio» y eso conduce a una demanda de fuerza de trabajo «demasiado pequeña».

Dicho de otra manera, el salario no es sólo un factor de coste para el empresario, sino también un factor de ingreso para el trabajador y su presupuesto familiar. De la concentración unilateral en una u otra de estas dos funciones del salario se deriva la poco sugestiva polémica entre las doctrinas «liberales de derecha» y orientadas a la oferta que pretenderían reducir los costes salariales y las recetas «keynesianas de izquierda» y orientadas a la demanda que defienden los ingresos salariales reales o que incluso desearían aumentarlos. ¡Y en ambos casos en nombre del «pleno empleo» o de su restauración!

Esta polémica es tan estéril, entre otras cosas, porque si bien muchos argumentos teóricos dan la razón a las doctrinas de oferta, los datos institucionales más insoslayables de la política distributiva están, en la República Federal de Alemania, del lado de la teoría de la demanda. Los cinco motivos por los que desde finales de los años setenta se ha impuesto en Europa la doctrina «de oferta» en política económica, y por los que el keynesianismo ha perdido prácticamente todo crédito intelectual y práctico, son bien conocidos. En primer lugar, la globalización de las relaciones económicas y el sistema de tipos de cambio flexibles hacen inviable cualquier intento de practicar con medios keynesianos la soberanía nacional en política económica. En segundo lugar, la política keynesiana de demanda sólo es eficaz si es «inesperada»; cuando se convierte en rutina de los gobiernos conduce sólo a la subvención de los inversores y no también al aumento de la ocupación y el empleo. Además lleva —y es el tercer motivo— a la inflación, a un déficit público creciente —el cuarto— y —quinto motivo— a la escasez de capital monetario (crowding out) y al encarecimiento de las inversiones.

En el caso de la República Federal de Alemania, además, las realidades institucionales (la autonomía de la negociación salarial, el sindicato único, los convenios horizontales, los costes de la seguridad social ligados a los niveles de ingresos y asumidos paritariamente por las partes sociales) estaban concebidas para hacer del país una economía industrial exportadora altamente productiva, a lo que contribuyeron efectivamente en el pasado. Se producían bienes de elevado valor, fabricados por trabajadores muy cualificados y bien pagados en el marco de unas relaciones laborales altamente reguladas (y con una escala salarial progresiva y con tendencia al alza). Dominaba la escena una paz social comparativamente muy sólida, ensalzada por los protagonistas de este «Modell Deutschland» [modelo alemán] como un «cuarto factor de producción» específico de la economía alemana. En este modelo, unos sindicatos obreros fuertes eran un elemento deseable, propulsor de la modernización, de la que se beneficiaba la economía en su conjunto. En estas condiciones, los sindicatos estaban bien vistos y conceptuados como «acicate de la racionalización», al tiempo que contribuían a la configuración de unas relaciones laborales que, en comparación con las realidades de la vida fabril norteamericana, francesa o española, sólo podrían calificarse como de luxe.

También son bien conocidas las causas que determinan que de este marco global de prosperidad y pleno empleo sólo puede hablarse ya en pretérito. Podríamos evocarlas aquí mediante el rótulo de la triple globalización.

En primer lugar, la integración económica de Europa Occidental comporta no sólo una concurrencia acrecentada en los mercados de bienes y de trabajo, sino también una pérdida de la soberanía de los Estados en materia de política económica y social. Esta merma proporciona a los gestores políticos una coartada bastante espesa para no hacer nada. La pregunta acerca de «¿qué hacer?» se solventa en gran medida por el mero hecho de que es palpable que ya no hay nadie, en el nivel de los Estados nacionales, con atribuciones para hacer algo por su cuenta y riesgo. Está por ver en qué medida se justifican las esperanzas en que sean las instituciones y políticas europeas integradas las que lleven a cabo aquellas cosas que los Estados nacionales de la Unión Europea (UE) ya no pueden hacer de manera soberana.

En segundo lugar, la eficiencia que vienen demostrando las economías del Este de Asia no sólo anula cada vez más las ventajas de competitividad de la economía alemana, derivadas de sus estándares en infraestructuras y tecnología, sino hace cada vez más patentes determinadas «desventajas de localización», al menos en el caso de la República Federal de Alemania.

Y en tercer lugar, tras el final de la guerra fría y la desaparición del telón de acero han devenido «postcomunistas» no únicamente los países situados en aquella área, sino también los países capitalistas europeo-occidentales: a partir de ahora deberán adaptarse a la vecindad inmediata de sistemas económicos en los que si por una parte la cualificación de la fuerza de trabajo alcanza en líneas generales los niveles habituales de Europa Occidental, por otra los costes del trabajo ascienden de momento (por ejemplo en la República Checa) sólo a un séptimo de los niveles occidentales. Está claro, además, que tras la caída del socialismo real ha perdido peso específico aquel viejo imperativo político de la guerra fría por el que se trataba de restar posibilidades políticas a «la otra parte» mediante el pleno empleo, una seguridad social relativamente generosa y las políticas redistributivas.

Esta enumeración debería completarse con el problema específicamente alemán de las transferencias de consumo Oeste-Este y, asimismo, con el hecho espinoso de que en la actualidad muchas regiones económicas en las que la industria del armamento tenía gran importancia están recibiendo unos «dividendos de la paz» negativos.

En conjunto estas nuevas condiciones conducen a una globalización postcomunista por la que el paro se estanca en el seno de la Unión Europea en niveles elevados, los éxitos en política de empleo de algunos países y regiones sólo pueden conseguirse a expensas del aumento del desempleo en otros países, y la lógica del jobless growth [ aumento de las personas paradas] hace que la evolución del empleo se desvincule de la marcha de la economía. Las sociedades de la UE siguen siendo ricas —y ésta es la diferencia con las condiciones derivadas de la crisis económica mundial de finales de los años veinte. Pero les falta un mecanismo institucional que permita distribuir su propia riqueza en el conjunto de la sociedad. Para la gran masa de la población una cosa es cierta: sólo aquel que tiene trabajo y que a través del trabajo obtiene ingresos, bien por medio de la familia o de la seguridad social, tiene posibilidades de participar en la riqueza social.

Lo que vivimos actualmente en Europa como reacción a esta nueva situación es una política de desmontaje más o menos controlado de los costes laborales y sociales. La salida en tromba de la ciudadela de las relaciones laborales y los niveles salariales de luxe, dañinos para la competitividad, se verifica bajo la dictadura de los datos del mercado mundial y viene respaldada políticamente también por un incipiente «frente popular del capital». Esta estrategia es defensiva. Intenta aumentar la ocupación o cuanto menos mantenerla reduciendo los costes del empleo.

Tal vez este procedimiento incentive a los empresarios para crear empleos o para no despedir a sus trabajadores. Pero también incide negativamente en las perspectivas de ventas de los productores de bienes de consumo. Por eso es una cuestión incierta si, y durante cuánto tiempo, una política de desmontaje controlado de los derechos sociales y laborales estatutarios de los trabajadores podrá prevenir aquellas reacciones desesperadas que ya tenemos ocasión de observar actualmente en Alemania y otros países europeos: por un lado la lucha militante desde la izquierda en favor de la protección de los puestos de trabajo por el Estado, por otro lado la pugna chovinista desde la derecha en favor de la protección del Estado frente a la presencia y proliferación de trabajadores «de fuera» en busca de puestos de trabajo. Si tales actitudes beligerantes, en una u otra versión, fuesen un fenómeno de masas, nos las veríamos evidentemente con desafíos de una escala de magnitud como no se ha conocido en Europa prácticamente desde la segunda guerra mundial. En tal caso estaría en juego no sólo la cuestión del «qué» acerca de la justa distribución de la riqueza social, sino también la cuestión del «cómo» relacionada con las formas e instituciones democráticas y liberales del proceso político.

Estas sombrías perspectivas son lo que resulta si nos aferramos a la idea de que ha de seguir habiendo un volumen constante de personas activas que debe integrarse con costes decrecientes en las relaciones de ocupación. Una lectura diferente y desde luego considerablemente menos habitual del desequilibrio del mercado de trabajo es la siguiente: lo que necesitamos no es un incremento de los puestos de trabajo, sino una reducción del volumen de trabajo, es decir, del producto de las personas en busca de ocupación y de las horas de trabajo ofertadas por persona. Las magnitudes que podrían moverse para despejar la plétora existente en el lado de la oferta del mercado de trabajo se pueden enumerar con brevedad. En primer término existe la exclusión formal —impracticable por motivos legales y normativos— de determinadas categorías de trabajadores, concretamente: extranjeros (no comunitarios) y mujeres (casadas). Con ellos desaparecen prácticamente todas las posibilidades personales de ejercer una influencia determinante sobre el volumen de trabajo ofertado. Lo que queda es la regulación temporal de la oferta; por día, por semana, por año o por vida puede mermarse de tal manera que —sin cambiar el resto de condiciones— se relativice en gran medida la sobreoferta de fuerza de trabajo o, en su caso, se evite en el futuro.

Este modelo de pensamiento dominaba a mediados de los años ochenta la política de tiempo de trabajo. Su debilidad consiste en que en la práctica ajustarse a él resulta precisamente para los ocupados mismos «normalmente penoso». ¿Por qué tendría que estar precisamente «yo» dispuesto a trabajar menos tiempo (y con ello, de un modo u otro, a renunciar a una parte de mis ingresos o al aumento de los mismos) sólo para que «tú» encuentres trabajo, sobre todo si no está nada claro qué uso hará (o podrá hacer) «él» (el empresario) de mi sacrificio en términos de tiempo de trabajo? ¿Realmente se traducirá la reducción de tiempo de trabajo por persona en un aumento (o incluso en el mantenimiento) del número de personas ocupadas? Si no fuese así, entonces muy posiblemente estaríamos «todos» peor que antes.

El resultado es que no se puede hacer mucho por el lado de la oferta del mercado de trabajo ni en el plano personal ni en el temporal. Esto será así, en todo caso, mientras no se acabe con esa idea de normalidad que cifra todo el valor y el éxito de la vida de las personas según se desenvuelvan en el mercado de trabajo y según como sea su vida laboral y profesional. Esta idea de normalidad es tan absurda como ineludible. Es absurda porque empuja a muchas personas a una carrera que sólo pueden perder. Es, por otra parte, ineludible porque las instituciones dominantes de la sociedad del trabajo reservan de hecho las cosas importantes de la vida (es decir, aparte de los ingresos también la libertad, la independencia personal, la seguridad, el reconocimiento y la autoestima) a aquellas personas que ante todo tienen un empleo y se desenvuelven bien en la vida profesional. Por el contrario, aquellos que (por estar en el paro) no encajan en la normalidad laboral o se niegan a adaptarse a esta «normalidad» (así, por ejemplo, las madres o «sólo amas de casa» o bien los «amos de casa») deberán hacer grandes esfuerzos para no aparecer ante sí mismos y ante los demás como «fracasados». Quien hace otra cosa que no sea «trabajar», aunque sólo sea a temporadas o a tiempo parcial, se expone a perjuicios muy sensibles en lo relativo a ingresos, seguridad y no pocas veces crédito moral ante los otros y ante sí mismo.

Las bases morales, culturales e institucionales de la sociedad del trabajo fijan primas a las formas de vida del «trabajador o empleado» que ni de lejos pueden extenderse al conjunto de los ciudadanos de esta sociedad. De esta manera, moviliza permanentemente una sobreoferta de fuerza de trabajo que luego es incapaz de incorporar, que no puede utilizar en la producción de bienes y servicios. Ahora bien, la idea según la cual sólo debería tenerse acceso a los bienes y valores de la vida si previamente se ha sido capaz de colocar con éxito la propia fuerza de trabajo en el mercado, es moralmente muy poco plausible. Pues ¿por qué razón deberían enhebrarse todas las actividades útiles que los seres humanos son capaces de hacer a través del agujero de la aguja de un contrato laboral? O ¿por qué razón se supone que es justo reservar las posibilidades de consumo, la seguridad social y el reconocimiento social a aquellos que se han hecho valer en el mercado de trabajo?

Un argumento a favor del «pleno empleo» que encuentra cada vez más eco, aunque en ocasiones sea abiertamente cínico, señala que no es la justicia social el motivo primario por el que debería integrarse al mayor número posible de personas en el mercado de trabajo, sino el control social. Es palpable la antropología negativa que informa este argumento: si la gente no está vigilada y no trabaja en el marco de unas obligaciones contractuales formales, cae ineluctablemente en un modo de vida caótico y dañino desde el punto de vista de la comunidad. Con este argumento, desde luego, se desacredita a posteriori el valor humano de ese progreso técnico y económico que ha permitido la liberación de muchas personas de un trabajo duro y pesado. Y al mismo tiempo se asume implícitamente la miseria de un orden social que no parece disponer de otro medio, salvo el trabajo fabril, para hacer que los ciudadanos lleven una vida disciplinada y cooperativa.

Por otra parte, son demasiado atractivas para los ciudadanos de nuestra «sociedad del trabajo» las primas materiales e inmateriales ligadas a la existencia supuestamente «normal» como trabajador empleado para que la renuncia al trabajo a tiempo completo y a los ingresos correspondientes pueda informar en algún sentido mínimamente aceptable los planes vitales de una parte relevante de la población. Antes al contrario: cuanto más precario e incierto se hace que todas las personas adultas encuentren y conserven un puesto de trabajo seguro, satisfactorio y adecuadamente remunerado, más intensa y agresiva deviene —en la relación entre generaciones, sexos y grupos étnicos— la concurrencia por este «bien de bienes» y la identificación subjetiva con el valor que se le atribuye. La revalorización que según las ideas de algún que otro profeta conservador experimentaría hoy, frente a esta elevada y predominante valoración del trabajo formal, la vida fuera del mercado de trabajo (en la familia, en la comunidad local, en el huerto propio, en cooperativas, redes de voluntariado y asociaciones), debería ser algo más que una alabanza barata de la renuncia, la austeridad y el sentido común. La revalorización del tiempo libre y de la actividad autodeterminada con la que podría llenarse —o al revés: la relativización social del trabajo ligado al mercado— es un proyecto que afecta a la estructura moral, institucional y económica nuclear de las sociedades industriales democráticas. Desde un punto de vista institucional, estas sociedades, en efecto, se enfrentan con perplejidad al problema de que su riqueza es producida por una parte decreciente de los ciudadanos, pero a la vez todos ellos aspiran a obtener una parte suficiente de esa riqueza. Mientras aproximadamente toda la población activa participe en la producción de la riqueza, este problema se resuelve a través del contrato laboral de cada individuo. Pero cuando ya no es éste el caso, cuando esta situación en principio normal se ha perdido de manera ineluctable, en la solución del problema de la distribución sólo pueden entrar los derechos ciudadanos de carácter económico que todos los ciudadanos se reconozcan mutuamente.

Cabe enunciar en tres principios básicos qué configuración podría tomar este tipo de enfoque (aunque de seguro que no podría realizarse en tres legislaturas). 

Primero: nadie tiene derecho a excluir de participar en el mercado de trabajo a categorías enteras de la población (en función de su sexo, edad, nacionalidad, cualificación, etc.).

Segundo: si todos los ciudadanos adultos no tienen «derecho al trabajo» pero sí, efectivamente, derecho a participar como aspirantes a obtenerlo en la concurrencia por la ocupación, entonces todos aquellos que renuncien voluntariamente a la participación en esta concurrencia les harán un favor a los que quieran seguir participando en ella, en unas condiciones obviamente mejores debido precisamente a la renuncia de los primeros. Consecuentemente, los que se retiran tienen derecho a una contraprestación por ese favor. Esta compensación debería concebirse como derecho ciudadano a una renta básica, desvinculada de cualquier requisito previo (la necesidad, obligaciones familiares, etc.), financiada a través de impuestos y de una cuantía, durante el período de no participación en el mercado de trabajo, suficiente para una vida modesta.

Tercero: la indemnización por la renuncia a participar en el mercado de trabajo, que tendría que ser individualmente reversible en todo momento, no debe entenderse como una simple prima por la neutralización de la fuerza de trabajo, sino como un estímulo a tratar de utilizar la propia capacidad de trabajo de un modo diferente a su «venta» a cambio de un salario.

Fuera del ámbito inmediato de la casa y la familia tales posibilidades de utilización no son, ciertamente, fáciles de encontrar. La evolución de las sociedades industriales, antes bien, se caracteriza porque lleva a la fuerza de trabajo a una «trampa de la modernización»: durante mucho tiempo el trabajo ligado al mercado pareció tan remunerador frente a todas las formas de actividad informales y de autoprovisión que en gran medida han ido extinguiéndose y ahora, cuando el mercado de trabajo no puede dar cabida a todo el volumen de trabajo ofertado, ya no están disponibles como reservas de subsistencia económica. Por tanto, no hay muchos motivos para confiar en que las alternativas informales de actividad útil aparezcan «por sí solas» o como efecto de la expresión de buenos deseos. Por eso mismo, deberán «inventarse de nuevo», fomentarse y estimularse.

En definitiva, una reorganización institucional de la vida del trabajo basada en estos principios tal vez no podría acabar con el paro, pero sí, en todo caso, contribuiría a hacer más soportable y menos conflictiva una situación difícilmente soslayable a largo plazo en la que no todos los trabajadores van a poder encontrar un puesto de trabajo regular.

Traducción de Gustau Muñoz

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