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SOUL INDIA (3)

por Fernando López


¡ESTO ES BOLLYWOOD!

Tenía curiosidad por ir al cine en India; una de las mayores industrias del país y la más popular vía de escape de la población. Mi intención era estar un ratito y luego irme. Ya había visto en televisión más o menos en que consistían las películas Indias y no me veía con fuerzas para ver el «The End» o como se escriba en sánscrito. Por otro lado, y ante un comentario de Dinesh sobre lo mucho que le gustaba el cine, había decidido invitarle a él y a su familia. Por la mañana habíamos sacado seis entradas en la venta anticipada. Las más caras naturalmente —los niños no pagan— en el famoso cine Raj Mandir, orgullo de los habitantes de Jaipur; los cuales afirman que es el mejor cine de la India.

Había que ver la cara de felicidad que tenía mi familia india cuando, momentos antes de entrar, las mujeres con sus mejores saris me saludaban y hacían mimo en señal de agradecimiento; los hombres con su pantalón y camisa limpia, y los niños repeinados y limpios en extremo. Distintos a los que había visto en días anteriores.

— «Look the lobby, look the lobby. Very nice, very nice» —repetía Dinesh nervioso, exaltado. Con sus gestos y excitación parecía decirme: «¿A que no has visto nada igual en tu vida?». Y era cierto, no había visto nada igual; pero en lugar de «very nice, very nice» era «very hortera», al estilo de las salas de fiesta de los años sesenta o setenta, con sillones y moquetas de un hiriente color morado que eran iluminados por lámparas enormes cuyo estilo sería imposible de clasificar por el más experto decorador. El cine, enorme y con capacidad para más de mil personas, se dividía en tres pisos, el sonido aturdía, y cómo no, todo permanecía muy oscuro, teniendo que sortear piernas y brazos hasta llegar a tu butaca, sin la ayuda de un acomodador.

La película que vimos de Rajshri Productions — algo así como «La Metro» pero en versión local— se llamaba «Main Prem Ki Diwani Hoon», cuya traducción desconocía y, francamente, me daba lo mismo; era la película más famosa del momento.

Antes de resumir el argumento, diré que en el cine descubrí dos cosas que ya sospechaba; la primera: los indios son como niños; reían, cantaban y jaleaban cualquier escena. Quien haya visto la película «Gremlins», en la escena en la que se los ve en el cine, se podrá hacer una idea de lo que estoy hablando. La segunda: que soy una persona con una paciencia infinita y muy respetuosa con las creencias y culturas ajenas.

¡Tres horas, tres!, de una película musical tipo Cine de Barrio, pero en hindi; una proyección acompañada de risas, comentarios y un intermedio en el que, después de comprar refrescos y aperitivos para todos, Dinesh y su hermano me afirmaban preguntando: «¿A qué es buena?, ¿a qué es bonita?». Mi respuesta: «¡Pues claro que sí!, fantástica, un derroche de imaginación y de buen gusto».

El resumen de la película, que más o menos es el de todas las películas indias, lo único que cambian son los decorados y los actores, era el siguiente: chica guapa, rica y que canta fenomenal tiene cinco amigas igual de modernas y guapas: yo no vi ninguna así en India. Un padre comprensivo y una madre un poco bruja. Joven guapo, cachas y simpaticote —¡como todos los indios vamos!—, llega a la casa de la guapa montado en un descapotable de película para hacer un negocio con el padre de la guapa. Al principio, la chica no quiere verlo ni en pintura pero a medida que pasa la cinta, la chica se enamora de él y entonces se los ve a los dos cantando y bailando en una especie de cortejo amoroso similar al que hacen los pavos reales u otras aves, en unos lugares paradisíacos y, aunque la acción se desarrolla en una Hill Station del Himalaya, de repente, aparecen en playas llenas de palmeras, mares tropicales o en las calles de Bombay. ¡Increíble! Eso se llama el don de la ubicuidad.

Hasta aquí el vídeo clip de «Pimpinela», pero antes del intermedio, aparece el jefe del joven que también es guapo, fuerte, inteligente y canta todavía mejor que el otro y, lógicamente, se enamora de Sanjana, que así se llama la chica. Y Zanjaba parece que tontea un poco con él: las mujeres siempre tienen dividido el corazón. Cambia la música. Suenan notas de peligro o de intriga y al lobby a deducir que pasará.

La segunda parte era la dramática: los padres del rico y de la chica han arreglado el matrimonio del jefe y la chica. Ella está muy triste; de canción sentimental, y su madre muy contenta; de anuncio de detergente y ropa blanca. El cachitas guapo llora mucho pero, como donde hay patrón no manda marinero, no hace nada por impedirlo. Mas canciones y el día de la boda, cuando todos están en la ceremonia previa al casamiento, llega el despechado, más llorón que nunca. El jefe, que se da cuenta de que ella no le quiere, decide suspender la boda, pero en plan bien. Al final todos contentos y felices.

Se me olvidaba comentar que en esta película no actuaba un tonto, lo hacían dos, lo que demuestra que en Bollywood también hay superproducciones.

Para concluir, y que me perdonen los italianos o los indios, cuando veo películas de este tipo, de estos países, me da la sensación de que los actores sobreactuan con gestos histriónicos, excesivamente afectados; pero también he visto a Landa o a José Luis López Vázquez en alguna de estas. Así que...

Al acabar la película no quise que Dinesh me llevase a la haveli. Necesitaba caminar. Regresé andando. Casi no veía a los niños, o a los rickshaws que se abalanzan sobre mí. Estaba trastornado por lo que vi y necesitaba respirar: a pesar de que en Jaipur la contaminación era alarmante.
 

MARRIAGE PARTY

Dinesh me había invitado a cenar a su casa. Antes, iríamos a una fiesta de boda, un «marriage party» como decía él. La fiesta se celebraba en un templo de barrio relativamente cercano a su casa. El novio era amigo de Dinesh y allí se encontraban sus amigos, su gente... La experiencia fue desigual: por un lado estaba excitado por poder vivir algo así, rodeado de indios a los que no les importaba compartir uno de los momentos más importantes de sus vidas. Por otro, una sensación forastera, de quien sabe que está fuera de lugar.

En el templo, en una sala lateral, estaban los novios apoltronados en unos sillones que semejaban tronos. El resto de la gente, sentada enfrente. En las primeras filas se situaban las mujeres vestidas con saris llenos de brillos —saris de domingo—, con las manos y pies tatuados de henna. Los familiares más directos acogían con cabezadas y sonrisas a los invitados que ese día se habían mudado de ropa. El novio recordaba a uno de los pajes de los Reyes magos que pueden verse en cualquier centro comercial y ella, como casi todas las mujeres de Rajastán: tímida, pequeña e introvertida. Los convidados saludaban a los novios, se fotografiaban junto a ellos. La madre y la hermana del novio me arropaban con muestras de cariño, invitándome a participar de una ceremonia que no entendía, pero que me parecía maravillosa; sin embargo había algo que hasta tiempo después no pude comprender, algo que enrarecía el ambiente: algo que no me cuadraba.

Salieron todos, excepto los novios que continuaban posando, al patio central del templo; un patio que minutos antes había sido cubierto de esterillas. Hombres, mujeres y niños se sentaron en hileras de forma separada. Se sirvió una frugal cena: tres o cuatro tipo de alimentos en los que se incluían el arroz y trigo dulce presentados en hojas de diferente tamaño que hacían las funciones de platos, bandejas o cuencos. Por lo que se apreciaba, para ellos era un festín, y hacia tiempo que no veía a tanta gente reír. Durante la cena, me aparté un poco y me acomodé al lado del padre y los tíos del novio que iban recolectando el dinero que los invitados entregaban. Muy poco, diez o veinte rupias máximo: menos de cincuenta céntimos de euro. Lo más asombroso era que parecían contentos de que estuviese allí. De todas formas me sentí extraño, raro: yo, que no soy muy dado a llamar la atención ni a ser centro de nada, de alguna manera había robado protagonismo a los novios. Cuando llegué al templo, varios se aproximaron para saludarme o verme de cerca. Las mujeres, sobre todo las más jóvenes, estaban seducidas con mi presencia. Cuchicheaban y sonreían entre ellas; imágenes que yo había visto en los días de colegio cuando ellas, en pandilla de gestos descarados, nos ojeaban mientras nosotros, los chicos, éramos tímidos bravucones que huíamos de ellas, por aquello de que no nos llamasen nuestros «compis» nenazas o mariquitas. Teníamos que ser duros y demostrarlo. ¡Qué estupidez¡ Los hombres también se alegraban de que un «guiri» estuviese allí; los más jóvenes, que me veían como rival, no, claro. Las opiniones estaban divididas.

Entre tanta felicidad, solo dos caras no parecían compartirla: los ojos de los novios no expresaban ilusión, no expresaban amor. Eran víctimas de un matrimonio de conveniencia, un matrimonio nacido de la dote y del acuerdo de unos padres que como tratantes de ganado disponían del futuro de dos jóvenes que veían truncadas sus esperanzas de amar. Ellos, siguiendo la tradición, harán lo mismo en el futuro con sus hijos. Era un matrimonio indio de conveniencia, en el que la mujer tiene siempre las de perder, pudiendo ser violada, quemada o asesinada en accidente doméstico.

Bodas sin amor.
 

CENA EN FAMILIA

Atravesamos los suburbios de la ciudad. En las pequeñas rotondas donde se multiplicaban las calles y la estrechez, la gente se arremolinaba en puestos callejeros de bombilla única. Desembocamos en una calle sin asfaltar, con charcos de las últimas lluvias y vacas y cerdos de extrarradio; cerdos y vacas de siempre, donde vivían Dinesh y su familia. Enfrente de su casa asomaba un pequeño templo pintado de naranja donde los devotos entonaban himnos a la luz de varias velas y los brillos de las bruñidas campanas parecían proteger a estos habitantes de calles oscuras y viviendas de multipropiedad. De vez en cuando, el sonido de una moneda arrojada en una bandeja de metal rompía la monotonía de canciones que subían al cielo en humo de sándalo.

Al entrar en la casa, me recibió el hermano de Dinesh. Me plantó, en plan hawaiano, un collar de flores en el cuello, dándome en humilde reverencia la bienvenida a su casa. La casa, muy diferente a lo que en Occidente se entiende por hogar, se asemejaba a una casa comunal donde en pequeños cuartos la gente dormitaba sobre un lecho de cemento. No había mucho más; una cocina y lo que debía ser la mejor estancia de la casa. Una salita que fue donde cené: La habitación sin ventana, pequeña, tenía la única cama de la casa, además de una silla y una televisión muy antigua, en blanco y negro, de esas que en Europa dejaron de existir hace muchos años; imágenes de sus dioses y dos o tres libros que seguramente nunca fueron leídos. Nada más. Casas de cuarto y mitad: un cuarto para cada familia y la mitad por turnos y para todos.

La familia me manifestaba su respeto con mímicas hospitalarias. La abuela estaba nerviosísima, deseando preguntarme cosas, introduciendo su mirada en la mía. No sabía inglés, pero nos entendíamos con los ojos. A sus nietos, les decía que yo era un hombre muy apuesto y que vestía muy bien: «pasión de abuelas, pensé yo». En justa correspondencia, le dije que ella tenía la sonrisa más bonita de Rajastán: era cierto. Y de sonrisas, creo que entiendo. Me sorprendió que la mujer de Dinesh no estuviese en la reunión familiar: deduje que estaría en la cocina, y no di mayor importancia a la chocante ausencia. Había otra mujer que por su estado, al principio, creí que sería la bisabuela. Era la madre de Dinesh: estaba enferma y me contemplaba de una forma ida, como sólo miran los locos. La charla previa a la cena, insustancial; como casi todas las que preceden a las comidas de fiesta. Llegó la hora de mi cena, y escribo de mi cena, porque cené yo solo. Yo esperaba cenar junto a ellos y me encontré sentado en la cama con un thali posado en la única silla, mientras ellos permanecían sentados apoyados en la pared, instándome a probar la cocina que había preparado la abuela con esmero. Ninguno de ellos me iba a acompañar. En ese momento me sentí incómodo: pertenecíamos a dos mundos diferentes. Yo, que quería acercarme, vi como ellos se alejaban. No entendí las razones que nunca me dieron sobre ello. Cené casi todo lo que me pusieron e incluso repetí de algún plato, más por compromiso que por ganas reales: cenar sólo mientras los otros miraban me había encogido el estómago y revuelto el corazón.

La cena, vegetariana, consistió en un dhal, tomates y verduras mezclados y un curry de pimientos que estaba francamente bueno, servidos en cuenquitos de metal; arroz y dos trozos de mango esparcidos por la bandeja de thali, con chapatis para mojar y empujar. La verdad es que la comida era más sabrosa que en muchos restaurantes en los que había comido. Ver unos ojos de complacencia cuando acabé fue el mejor postre que me podían haber ofrecido.

Ahí, recuerdas que muchas personas que no tienen casi nada son felices compartiendo contigo lo poco que tienen. Se ve mucho en India.

La sobremesa la hicimos en la azotea. Desde allí, una brisa templada eran músicas que provenían de diferentes zonas del suburbio y que, todas fusionadas, hablaban de la oscuridad de las noches indias en las que las estrellas, cansadas de ver tanta tristeza acordaban no salir.

Antes de regresar al hotel, Dinesh me enseñó desde la calle su habitación. Parecía un almacén o un barracón con puertas metálicas, de chapa: «La siguiente es la de mis hermanos y cuñado», me dijo señalando otro barracón situado a pie de calle y a unos cinco metros de distancia del de Dinesh. Cuando me montaba en el coche, se acercó el hermano de Dinesh y con expresión emocionada me dijo:

— Para mí es uno de los días más importantes de mi vida, porque has venido a mi casa y mi hermano me ha dicho que te estás portando muy bien con él, que lo cuidas, y respetas. Me ha contado que le has curado.

Me sentí halagado, pero desde mi punto de vista, no había hecho nada extraordinario. Y lo de curarle no fui yo, fueron las pastillas.

Cuando llegué al hotel, una preciosa haveli, con jardines y fachadas iluminadas, me fue imposible relacionar las Indias que estaba viviendo, y sentí por primera vez la nostalgia hundida en mis sueños.
 

RECUERDOS DE ESPAÑA

Acurrucado en pensamientos de seda y viento viajo a Sevilla, a las playas del Norte, a los mares de trigo y cebada de Castilla, al corazón de mi frío lleno de estrellas, al suelo húmedo y dulce de pastos siempre verdes, al levante de la árida arena de sol desparramada por aguas de plata; al olivo, a la encina, al almendro y a la jara; a unos ojos que ya no existen, a un brindis inacabado, a una conversación con interferencias, a las punzadas que da la música que vierte en las venas los recuerdos presentes y futuros; a los libros que leyeron mis sueños, al corazón de mis amigos, aquellos que una vez compartieron mis locuras.

Y llega un momento en el que me recojo en la sonrisa de quien ha vivido la vida con una pasión tímida, serena, sin fingidas manifestaciones de sentimientos, sin ocultar los ojos en las miradas de mentira.

Sueño con sonrisas familiares, con los años pasados, con olores de navidad, con goles geniales, con vino tinto adornado de tertulia; con tardes aburridas y melancólicas, con un futuro mejor que nunca llega.

El apego, lo descuidé al subir en mi primer tren. Los apegos futuros sé que a veces acaban en la nada y, aún así, necesito constantemente descubrir nuevas cosas: añorar, amar, sentir, vivir, imaginar, jugar, inventar; pero nunca olvidar lo que quiero. Necesito desaparecer en mi mundo interior, dibujar sobre ideas el paso de la vida, reconocerme en cada paisaje nuevo, sentir los climas: sentir...

Y la India en toda su magnitud ocupará su espacio en el universo de los recuerdos, al igual que México, Brasil, Kenya, Cuba, Marruecos, La Patagonia, Egipto y tantos lugares que me han hecho vivir. Todo al final es cercano, entrañable, mío.

Este es mi duermevela, mi particular homenaje a unas raíces que, si bien se debilitan con el paso del tiempo, están tan arraigadas que es difícil que algún día se extingan en los mapas del olvido.
 

7 DE JULIO SAN FERMÍN – DÍA DE ENCIERRO

Una carretera arbolada de túneles verdes, de campos de maíz labrados por saris de colores despedían el Rajastán. Entrábamos en Uttar Pradesh, el estado donde se encuentra el Taj Mahal y la ciudad sagrada de Varanasi.

Mi primera visita, a la increíble Fatehpur Sikri: una ciudad solitaria, construida en arenisca y perfectamente conservada que fue erigida por Akbar.

Cansado de la agitada vida de Agra, el soberano mongol, de talante diplomático y conciliador, igualó en derechos a musulmanes e hindúes y, fue el primer emperador que se esposó con una princesa hindú. Él deseaba que Fatehpur fuese un símbolo del poder mongol, y que se convirtiese en una especie de ciudad de las artes, donde el genio y la filosofía floreciesen en medio de los valles que lo rodean. Su sueño se truncó, al no poder acarrear agua suficiente a la ciudad, la cual fue abandonada treinta años después del inicio de su construcción. El legado arquitectónico que dejó Akbar es uno de los lugares más impactantes de India; con mezquitas, palacios y salas de audiencia que parece que nunca fueron habitados. Me hubiera gustado visitarla de una forma menos tensa, más pausada. Fue imposible: todos los pesados, buscavidas, timadores, guías de palo y vendedores parecían haberse conjurado contra mí. Al bajar del automóvil, advertí que en Uttar Pradesh la gente era mucho más agresiva, más complicada que en Rajastán, con más mala leche... Ignoraba si se debía a su condición musulmana o a que se habían quedado así de pequeños. El caso es que al final tuve que cabrearme; no demasiado, porque a mí hay muy pocas cosas que consigan sacarme de mis casillas, pero lo suficiente para que Dinesh se quedase alucinado y los otros, «acojonados». Tras contratar un guía —no espabilaba—, que se convirtió en cuatro diferentes hasta que llegué a la mezquita —cada cinco metros tenía uno nuevo—, lo primero que advertí fue como el «guía» estaba más pendiente de desviar mi atención hacia los puestos de artesanía de sus amigos que de comentarme el significado de las escrituras que asomaban grabadas en el mirhab de la mezquita. Al hacérselo notar, cambió el semblante y aparentó rectificar, pero sin saber cómo, me vi en el interior de una tienda en la que se celebraba la feria más grande de elefantes tallados en una sola piedra de la India. Me excusé ante al dueño de la tienda por mi escasa afición compradora, y proseguí la visita. A partir de ese momento, el guía abrevió sus explicaciones, dando «el tour» por finalizado diez minutos después. Al pagarle la cantidad estipulada, me pidió más dinero. ¡Cómo debí mirarle! porque salió escopeteado y no lo volví a ver por todo el recinto.

Al salir de la mezquita y calzarme los zapatos, otro jovencito que no aparentaba más de veinte años «se encontró conmigo», mientras marchaba hacia unas ruinas en las que no había nadie: el viejo truco de «pasaba por aquí». No quería dinero, sólo acompañarme, practicar su inglés. No llegaban muchos turistas últimamente —decía— y él precisaba practicarlo. Y, efectivamente, no quería dinero: ¡Quería sexo! Allí el inglés se llamará así. Yo qué sé. Al trepar por unas piedras para ascender a una deteriorada atalaya de la antigua fortificación, me ofreció la mano para ayudarme a subir unos peldaños ruinosos de más de medio metro de altura. En lugar de soltar mi mano, una vez que nos encontrábamos arriba, y en cuestión de segundos, llevó mi mano hacia sus testículos, genitales, criadillas, huevos, paquete o como cada cual lo quiera llamar —que hay veces que la escritura sale basta e irritada— y comenzó a frotarse. Inmediatamente, aparté mi mano y lo miré con una expresión de «no me toques los c...» que le descompuso. Se disculpó alegando que a él le gustaban los hombres y que yo debería experimentarlo, que el sexo entre hombres estaba muy bien y que le gustaría practicarlo conmigo. No le hice ni puñetero caso y seguí caminando.

Sucesos de este tipo, no son la primera vez que me pasan: en Barcelona dos franceses borrachos; en Egipto, en Saqaba, un policía le preguntó a una antigua novia, «¿cuánto por el mozo?»... Y así, varios tipos más que, ignoro por qué, les llamo la atención.

Al llegarme donde se encontraba Dinesh, le dije que si le apetecía una Coca-Cola. El calor era insoportable, picaba, haciendo muy incomoda una visita que ya de por sí me estaba resultando un poco molesta. Cuando fuimos a buscarla, se presentó otra vez el jovencito «salido» con un montón de amigos y me rogó que le invitase a una Coca-Cola, invitación a la que se quería apuntar toda la cuadrilla. Dejé claro que solo a él.

— Bueno, qué más da —pensé, luego que se vaya a hacer puñetas. Seguía provocándome, sugiriendo que nos encontrásemos en Agra, que si Dinesh era mi novio, que por qué no los tres. En fin, jilipolleces.

Al ir a pagar me pidieron unas cantidades que no se pagan ni en el lugar más lujoso de la India. Saturado de tanta tontería, de tanto encierro, me cabreé — enfadarse era demasiado suave—, elevé el tono de voz, los llamé ladrones, los desafié, incluido al misógino sexual. Cuanto más elevaba el tono de voz, más bajaban los precios, hasta que harto de pasar calor, y tras considerar que era absurdo que unos mindundis me hiciesen perder el tiempo y los nervios, pagué y me fui. Continué con la visita. Me quedaba un recinto y no iba a renunciar a verlo por culpa de esa panda de toca-narices. Es más, a un guía oficial que me ofreció sus servicios y que, en otro momento no me hubiese importado contratar, le dije que no y le expliqué claramente las razones. Él, se quejaba suplicante:

— Siempre pasa lo mismo, esto es un problema para los turistas —comentaba esperando que sus palabras me conmoviesen y finalmente accediese a contratarlo, y yo, que ese día y después de lo que había vivido minutos antes estaba ya de hombre de «oídos sordos y no veo nada», le contesté duro, seco y borde, que el problema no era para los turistas sino para él, y que mientras no limpiasen la zona de esos individuos se repetiría la escena que estaba ocurriendo y no podría trabajar.

Como otras veces, pagan justos por pecadores.

De camino a Agra, y en uno de los pasos fronterizos que me parecen bastante ineficaces si uno se los quiere saltar —son barreras de una cuerda gruesa y un paso de madera que se levanta al tirar de ella—, encontré a un montón de osos encadenados, iguales a los que había visto en Estambul que bailaban y hacían gracias para los que allí se detenían. Cuando el dueño me solicitó dinero, le dije que no con la boca y algo más. Me negaba a participar de ese circo.
 

UNA HABITACIÓN CON VISTAS

Días atrás había estado mareándome en Internet «googleando» un hotel en Agra. Los que había visto o eran excesivamente caros, o excesivamente insulsos. Ninguno me llamaba la atención. Buscando y rebuscando, localicé una oferta en el Taj Wiew, un emblemático hotel de la cadena Taj: un chollo. Como Agra es una ciudad conocida por los timos, las intoxicaciones en los restaurantes, por los agresivos comisionistas de Taj Ganj, porque había tenido un día «jodido» con el bujarrón que sudaba aceite y, además, porque me apetecía, finalmente reservé en ese hotel. Dinesh me había persuadido para alojarme en uno, donde seguramente obtendría una jugosa comisión, pero ese hostal, en el que me pidieron casi la misma cantidad que en el Taj, era cutre, sucio y el aire acondicionado lo controlaban ellos, lo que significaba que dependiendo del estado de ánimo del recepcionista, podías estar a cuarenta o a menos tres. Total, un hotel que si hubiese aceptado quedarme, con toda seguridad habría salido resfriado o cabreado.

En India, se puede negociar casi todo menos el tabaco, la comida y poca cosa más. En los hoteles, antes de decidir si te quedas, es muy aconsejable echar un vistazo a varias habitaciones y luego emprender un regateo, que en muchos casos rebaja el precio en más de un cincuenta por ciento; máxime en ese verano del dos mil tres, un año en el que en algunos alojamientos solo estábamos Shiva y yo. Descubrir el límite es difícil. Es como jugar a las siete y media: no puedes pasarte ni quedarte corto, ya que te puedes encontrar pagando el doble por un uso individual o sondeando otro hotel en mitad del día o de la noche. ¡Qué más da! Eso no es cómodo.

En el Taj, inspeccioné las habitaciones del hotel aplicando los estándares de calidad que años atrás definí cuando me dedicaba a eso de la industria sin humos —una gran mentira por otra parte— y revisaba los hoteles, antes de la llegada de mis grupos de incentivo. En India, verificaba cada elemento de la habitación no con el objetivo de analizar si cumplía los requisitos. Mas bien, lo que me llevaba a ello era tener argumentos que justificasen una reducción en el precio. Después de ver diferentes habitaciones y obtener un pequeño descuento, opté por una habitación superior, o de «luxe» —como les gusta decir a ellos, aunque no lo sean—, con unas magníficas vistas al Taj Mahal, y sólo por eso merecía la pena alojarse allí. Además, me incluían el desayuno, aunque yo solo bebía un café o un té.

Estaba ansioso por admirar el Taj Mahal desde la panorámica ventana de mi habitación. De manera urgente, deposité un billete de veinte rupias en las manos de un botones que se retiró de la habitación «haciendo la ola». No abrí la mochila, coloqué el cartel de «please no disturb», me descalcé y me pegué al cristal para admirar el atardecer.

La figura del Taj Mahal al fondo sobrecogía. Era hermosísimo; un oasis en medio del desbarajuste indio, una discreta antorcha de luz que se extinguía con el crepúsculo y resurgía cada mañana como el Ave Fénix. Me quedé más de una hora contemplándolo y no resistí la tentación de ir a visitarlo. Apenas quedaba media hora para que cerrasen y no merecía la pena pagar el dineral que pedían por la entrada. Me acerqué a la orilla del río Yamuna para fotografiarlo. Se mostraba altivo, soberbio. El río contaminado no le restaba belleza.

A pesar del día de nubes violetas, a pesar del día tristón.
 

ALMA DE MUJER ENCERRADA EN SILENCIOSA GEOMETRÍA

Había puesto el despertador a las cuatro y media de la mañana para ver amanecer el Taj Mahal. De noche no se ilumina y se eclipsa, como si a la luna se le hubiera denegado el derecho a acariciar su mármol blanco.

Cada minuto que pasaba, la tonalidad del Taj iba alternando hasta que, una vez que el sol sobrepasaba la cúpula principal, el blanco de su brillo y la contaminación de la ciudad difuminaban su figura en un cuadro de Monet. No podía esperar más, y a las ocho de la mañana me hallaba en la puerta. Había advertido al conductor del ciclo rickshaw que no era necesario que hiciese guardia hasta mi salida: tenía intención de quedarme varias horas dentro, y no sabía ni la hora aproximada de mi salida del monumento. Él, con la tranquilidad de «más vale pájaro en mano que ciento volando», me dijo:

— No hay problema, yo aguardo allí, al lado de ese árbol.

— No es necesario —insistí—, prefiero pagar el servicio ahora y si a mi regreso todavía estás, prometo hacer el camino de vuelta contigo remunerándote la misma cantidad: —«¿Es okey

— «Es okey», ningún problema, yo espero —sentenciaba, sumiéndome en el desconcierto más absoluto. Todo era «okey, no hay problema» y esto, a mí me ponía un poco de los nervios, más que nada por la poca sangre que tenía el pobre hombre. Es como si le dices a alguien: «¿Estas tonto?» y te contesta con un «es okey, no hay problema». ¡Yo no quería engañar ni aprovecharme de nadie! y sabía que iba a estar unas dos o tres horas más que un turista normal.

Fueron cuatro horas. Quería hacer una visita de ritmo suave. Había bebido agua suficiente, pasado por los aseos; me preparé para un largo viaje sobre el mármol. Un viaje que no me iba a decepcionar en absoluto. Hay veces que tenemos tantas ganas de ver algo que luego nos decepciona o no se ajusta a lo que teníamos en mente; lo que teníamos imaginado. El Taj Mahal es como el fuego, como el mar: no te sacias de contemplarlo, te apresa, te borra, y no piensas. No lo hace de una forma violenta ni insultante. Te va atrayendo, te va acercando: «despacio, no corras» parece que va diciendo. Desde cualquier ubicación es perfecto, sin defectos que encontrar porque no los hay. Me senté sobre el mármol, sobre la hierba, en los bancos buscando la clave de los misterios que encierra. Respiraba profundo, no sé si suspiraba: era un acordeón. Su figura era relajante, un bálsamo para los dolores del cuerpo y alma.

El Taj Mahal es un mausoleo construido por amor; quizá una de las pruebas de amor más grande que haya conocido la historia tras la muerte de un ser amado, quizá la única. La perfección de sus líneas, la riqueza de sus relieves tallados con piedras preciosas, la complejidad del interior de la tumba, los constantes cambios de color que parecen darle vida, así lo sugieren. Cuentan que el emperador mongol paso sus últimos años contemplándolo con nostalgia desde el Fuerte de Agra, donde había sido confinado por su hijo al acceder al poder. Otras versiones menos románticas indican que el emperador murió como consecuencia de una orgía de sexo y drogas. En cualquier caso, prefiero quedarme con la versión más romántica.

Erraba por los jardines y advertía cómo las dos mezquitas, magníficas por otra parte, que flanqueaban el mausoleo eran ignoradas por los visitantes: eran patitos feos que en otro lugar hubiesen sido cisnes. Para mí eran el complemento ideal al inmaculado mármol de la tumba. En el interior de la tumba los guías hacían demostraciones de la acústica del mausoleo con aires desconsolados, cantos de «blues mongoles».

Puedo asegurar que los lamentos del emperador debieron ser música que intentaba agrietar las entrañas de la tierra para rescatar el alma de su esposa muerta.
 

EL ASTRÓLOGO DEL TAJ

Por la tarde, cuando la temperatura había bajado unos grados y las nubes amenazaban con descargar agua de tormenta, me fui a visitar el fuerte de Agra. Me decepcionó un poco, debido quizá a que solo puede visitarse una pequeña parte —la otra está en manos de militares— y a que después de ver el Taj Mahal es difícil que, tan seguido, te impresiones con otras cosas.

Con el descuido habitual de los fuertes de la India, el fuerte se asomaba al Yamuna. Las balconadas desafiaban al vértigo e invitaban a la prudencia nada más asomarte: tenían su peligro. Decidí descansar un rato y admirar el Taj Mahal en la lejanía, mientras conversaba con un grupo de jóvenes indios que pasaban la tarde en el fuerte. A estas alturas del viaje el ritmo que me imponía era ninguno. Me movía lento, casi dando pasitos de geisha: el tiempo en India me había dado un cheque en blanco cada día y procuraba agotarlo. Me acostaba tarde, me levantaba temprano, dormía deprisa y caminaba despacio. Eran paseos de quien no sabe dónde va y tampoco tiene prisa por llegar. Todo lo hacía con calma, mi viaje era ya un adagio. No me alteraba casi nada. Comenzaba a tener un alma India que acentuaba los sentimientos que me producían todas las cosas que veía. Aunque formaban parte de un todo, podía tratar cada imagen, cada sensación de forma aislada. Mis ojos y mi mente eran un perfecto zoom que acercaba o alejaba los instantes a voluntad. Más tarde, y envuelto en una fina lluvia, visité el Mausoleo de Akbar. El monumento se hallaba a unos diez kilómetros de tráfico denso. Era un sitio muy agradable, con inmensos jardines muy bien cuidados en los que ciervos, pavos reales, monos, loros y ardillas disfrutaban de la serenidad que inspiraba el lugar: «¿Por qué este lugar, el Taj Mahal y otros mausoleos son para los muertos, cuando lo que le apetecería al finado sería disfrutarlos en vida?» Llovía, y en unos minutos estaba calado. No me importaba nada; andaba bajo la lluvia y en ningún momento, incluso cuando el chaparrón quiso ser tormenta, busqué refugio en los edificios del mausoleo. ¡Me encontraba tan bien!

Paseé por espacio de una hora y no me tiré sobre la hierba por no poner el coche perdido a Dinesh. Son esos momentos que te hubiesen gustado compartir con alguien que entendiese el significado de la lluvia cuando ésta no es lágrima que baja sino alegría que sube al cielo.

Regresé al hotel. Estaba cansado, necesitaba descansar de tanto ajetreo.

Había quedado con el chef del hotel en que esa noche me preparase una cita gastronómica; y en las citas, soy puntual. Cuando llegué al restaurante, él, solícito, salió a recibirme y me acompañó a una mesa que había vestido para la ocasión. La situación perfecta: cerca de los músicos, lejos de turistas ruidosos y a una distancia prudencial de una familia india numerosa. La cena fue memorable: un menú degustación de especialidades vegetarianas, servida en un thali de plata profusamente decorado, y acompañado de chapatis de diferentes sabores y texturas.

Bajar una cena de esas características requería tiempo, y mi cheque diario aún no estaba agotado. Me encaminé al bar del hotel para tomar una copa. Sentado a escasa distancia de mí, se encontraba el astrólogo del Taj. En India hay hoteles excelentes que tienen de todo: gimnasio, peluquería, fotógrafo, masajista, médico. Lo del astrólogo yo no lo había visto nunca. Había visto su extensión en el directorio de servicios del hotel y en pequeños carteles repartidos por el hall. Había visto muchos palmistas y astrólogos durante el viaje; pero como no creo demasiado en esas cosas, no prestaba demasiada atención a sus reclamos. Sin embargo, que un hotel de cinco estrellas, un sitio serio y de postín, tuviera un astrólogo era bastante asombroso. Aún dudaría más de media hora y un ridículo whisky antes de dirigirme a él. Luchaba entre la razón y una curiosidad que ya no picaba: escocía.

Su actitud era seca: se tomaba su trabajo muy en serio, y creo que estuvo a punto de rechazarme al ver que no mostraba el más leve signo de concentración. Me tomó la mano izquierda; luego la derecha. Me preguntó la fecha y lugar de nacimiento y dibujó puntos en la palma de la mano. Eran puntadas precisas, aguijones que se clavaban en las intersecciones de las líneas de mi futuro como si él tuviese la potestad de administrarlo. Una vez finalizada la operación se apartó y en un bloc de notas apuntó a toda velocidad algo que no pude ver, dejándome en ascuas durante un rato en el cual consiguió alterarme un poco. Satisfecho con sus anotaciones esbozó una mueca de complacencia y empezó a contarme: ¡Mi pasado! Lanzó un órdago y no sé cómo, lo ganó. Acertó todo. Yo no había abierto la boca, y durante su exposición había mantenido una expresión de directivo correcto, que escucha, pero que no tiene intención de comprar nada. El que hubiese acertado en cosas de mi pasado podía haber sido fruto de la casualidad, de la experiencia y de un profundo conocimiento del comportamiento humano, pero acertar en fechas exactas era demasiada casualidad. Continuó leyéndome el futuro y espero que adivinase algo de lo que dijo, porque según él, me iba a ir muy bien. Insistió en dos o tres puntos. Le pedí que lo escribiese en un papel y ese papel, que contiene su nombre, dirección y teléfono, espero me sirva para confirmarle que lo que me dijo se cumplió.

Su último consejo fue: —No creas ciegamente a nadie. Me dejó chafado: ¡Con la ilusión que me había hecho!
 

MASAJE ARYUVEDA

Gwalior lo había elegido por una foto. No es uno de los lugares más frecuentados por los turistas aunque posea una de las mejores fortalezas de India. Pasábamos a otro estado, Madya Pradesh, y ya se apreciaban muchas diferencias con el Rajastán: la gente se ataviaba de otra manera, y el ambiente era más urbano. De hecho, los hoteles de Gwalior estaban más preparados para los hombres de negocios que para el turismo.

Tras rechazar el hotel que tenía previsto por viejo, por sucio, por caro y por la chulería del recepcionista, y tras acomodarme en otro más barato e infinitamente mejor, subí a la fortaleza. Ya no me sorprendía el abandono en el que se encontraba: era algo habitual.

India es un país de miles de lecturas, es una invitación continua a la reflexión, que no a la comprensión, y estas fortalezas, esos palacios en ruinas, aquellas havelis descuidadas, no eran más que un fiel reflejo de la fugacidad del éxito, de la juventud, de la vida, recordándote que siempre existe un final hasta para las historias más sólidas o más hermosas.

Al entrar en una dependencia del recinto, un huracán de murciélagos sobrevoló una cabeza que por la oscuridad entró agachada. Una vez dentro, ¡qué le iba a hacer!, permanecí el tiempo justo para hacer una foto al techo donde los quirópteros más perezosos seguían suspendidos. Antes de acceder a otras salas, fui más prudente. No soy un valiente, y mi amor a los animales y al arte no llega hasta extremos de creerme Indiana Jones.

La gente con la que me topé no quería venderme nada, solo gastar palabras que no eran más que preguntas del tipo ¿Cuál es tu nombre?, ¿te gusta India?, ¿cuál es tu profesión?, ¿estás casado, tienes hijos...? Nada comprometedor, nada que requiera poseer una amplia cultura. En ocasiones me preguntaban qué hacia allí, y de tanto interrogarme, a veces, me hacía la misma pregunta.

Desde las almenas de la fortaleza, vigilaba India. Utilizaba unos prismáticos que me aproximaban los detalles. Desde esa privilegiada posición se escuchaban los sonidos de la ciudad, el murmullo de las gentes, la música improvisada y el ruido de una venidera tormenta de lluvia que se anunciaba en un horizonte lleno de nubes vestidas de cardenales; lluvia que avisaba sobre lágrimas futuras.

Es increíble la cantidad de agua que puede caer en unos minutos y los efectos que causa. Desde un coche que ya prácticamente navegaba, surcamos la ciudad. La torrencial lluvia cubría de agua Gwalior. Algunas calles eran lagos en los que reposaban vehículos abandonados temporalmente por sus dueños hasta que amainase el aguacero. Los regueros de agua erosionaban unas calles de cauces imperfectos. Se veían accidentes de bicicletas y motos, que aprisionaban con sus radios de metal las manos que permanecían bajo el agua; también rickshaws derrapados en imposible cabriola que se estrellaban ante la mirada de unos hombres que no mostraban ni sorpresa ni interés en lo que estaba sucediendo. Los niños corrían y se bañaban desnudos mientras un grupo de cargadores de bultos —hombres de los recados— intentaban avanzar hacia su destino con un agua que, en algunos casos, superaba sus caderas. Un caos multiplicado por mil: se había acabado el programa turístico.

En el hotel de Gwalior me recreé en una carta de masajes aryuvédicos. Según la medicina aryuveda, la naturaleza y la persona lo conforman todo, y para curar las enfermedades se tiene en cuenta esto. Según estas teorías, el cuerpo está controlado por tres fuerzas: pitta, la fuerza del sol que controla los procesos digestivos y el metabolismo; kapha, la luna que controla los órganos del cuerpo, y vata, el viento, que controla el sistema nervioso. Una persona sana es aquella que tiene estas tres fuerzas en equilibrio: Para armonizar esas fuerzas se utilizan diferente hierbas y mezclas naturales.

Como yo no necesitaba un masaje, sino un tratamiento de choque, decidí que me haría dos de los largos, de los más de una hora; quizá la reflexión en la fortaleza de Gwalior sobre la fugacidad del éxito me había llevado a ello. Al comentárselo al masajista, me explicó que no podía ser, que dos serían demasiado, y después de hablar un rato conmigo, en el que me hizo varias preguntas sobre mi estado de salud, juzgó que el más adecuado era uno en el que se notaban los efectos más rápidamente.

De una hora de duración, el tratamiento consistió en un masaje de todo el cuerpo, incluida la cabeza, empleando el masajista para ello una variedad de aceites naturales. La técnica consistía en trabajar todas las articulaciones y los músculos para que el cuerpo quedase más flexible, más relajado. Los efectos se notan rápidamente, y más cuando el agotamiento, que no el cansancio, de los días en el cuerpo y en la mente son factura que no acabas de pagar.

No fue un masaje de esos que te contorsionan el cuerpo ni de esos que parecen que te hacen cosquillas. Fue un masaje en el que se estudiaba tu anatomía, tu grado de flexibilidad, la dureza de tus huesos y, a partir de ahí, ¡a relajarse! Sentía cada hueso, cómo la piel se estiraba, cómo cada músculo se iba colocando; cómo, en fin, me iba regenerando.

La mejor opción para un día de lluvia de poco que hacer.
 

COMIENDO EN INDIA

India, en muchos lugares, cierra de ocho a ocho. A menudo, no queda más remedio que cenar en los hoteles, que por otro lado suelen ser los sitios en los que mejor se come. Otras veces, los restaurantes o «lugares donde comer» simplemente han desaparecido: existieron en otra vida. De vez en cuando, y con suerte, encontraba alguno, y allí me atrincheraba hasta el cierre.

No sé cómo lo hacía, seguramente sí, pero conseguía alargar la sobremesa hablando con el chef o los camareros del restaurante. Unas veces porque era el único cliente, otras, porque, según ellos, debía ser un tipo con criterio en asuntos gastronómicos. El caso es que pasaba bastante tiempo con ellos y me contaban su vida, sus anhelos, sus días de tiempos mejores, su amor por la profesión... Acababan dándome una de sus tarjetas racionadas y hablando con el maître, con el director del hotel o con los recepcionistas para que me ofreciesen un tratamiento mejor.

Los restaurantes de toda la vida, los clásicos, los indios-indios, suelen estar enmoquetados de antiguo y huelen a humedad polvorea, a filtro de aire acondicionado. Los camareros son de pajarita torcida y chaqueta remendada, camareros dubitativos, camareros de lamparón que nunca se preocuparon de aprender su profesión, camareros que cuando los llamas corren a tu lado asintiendo aunque no hayas hecho ninguna petición: son entrañables.

Soy de la opinión de que en todos los sitios se puede comer bien; ¡ojo! no que se coma. Unas veces por el hambre que no suele detenerse a degustar lo que ingieres y otras porque indagando siempre descubres un sabor, una textura nueva, una cocción perfecta o un manjar, totalmente desconocido, que al final incorporas a tu larga lista de platos favoritos. Prefiero comer bien a mucho; por ello, procuraba cenar en sitios que no sólo ofreciesen una buena cocina, sino también un ambiente agradable, un buen servicio y un lugar donde poder observar y aprender las costumbres locales.

Probé de todo: cocina India, con sus especialidades regionales. Del sur, de Cachemira, la cocina Muglai, la Punjabi y todas ellas en sus versiones «veg y non veg», es decir; vegetarianas y no vegetarianas. Desde el malai kofta, que es queso con cebolla envuelto en una salsa de tomate, mantequilla y otras especias, al dhingri matar que son champiñones y guisantes. Desde el sabroso pollo tandori a los diferentes tipos de arroz basmati. Variedades Chinas de la cocina cantonesa, a la más picante de Manchuria; desde la cocina que ellos llaman Continental —y que no sé de qué continente será—, al sucedáneo cada vez más extendido de la cocina italiana. Una cocina global en sus versiones semi, seudo, mezcla y auténtica.

Y la conclusión que saco es: que sólo en los restaurantes de los hoteles, en restaurantes clásicos y en la casa de Dinesh, he disfrutado de la comida. En los demás, lo hice en menos de quince minutos, que es el tiempo medio que utiliza un indio en comer en un restaurante normal o en un dhaba: esto debía ser adaptación al medio. Y, aunque la comida de vez en cuando pica, no llega los niveles de México o al de otros restaurantes indios del resto del mundo.

Las cartas de los restaurantes no tienen fantasía y todas ofrecen los mismos platos; las misma sopas, los mismos arroces, las mismas especialidades... Al preguntar a un camarero sobre esta coincidencia, me dijo que esos eran los platos que tenían salida, los que la gente comía: los clientes indios —aseguraba— vienen a comer estos platos; no son amigos de las innovaciones.

Una cerveza es más cara que una cena en muchos casos, y las comidas terminan cuando un camarero trae una especie de alpiste que se toma para refrescar la boca y azúcar. Después de esto, la cuenta.

En general no se come mal, pero es aburrido, como ver vacas en cualquier momento. El problema no está en elegir, sino en qué no elegir, porque ya lo has probado todo.
 

DESPEDIDA INDO CASTELLANA

Era mi último día con Dinesh. El día robado a Pushkar pensaba invertirlo en otro lugar. Aún no había decidido dónde, porque a partir de Khajuraho, lo único que tenía claro era que quería estar tres o cuatro días en Varanasi. Luego, la duda entre Amritsar o Rishikesh. Las dos maravillas no daban tiempo a saborearlas, que sí a verlas; pero no iba a acelerar mi ritmo por ello. Hubiese sido un poco pretencioso e insensato por mi parte. Y yo voy a los sitios a vivirlos, no a turistearlos. Por otro lado, me parecía absurdo que Dinesh siguiese un día más conmigo, cuando lo que iba a visitar en Khajuraho se podía realizar perfectamente andando o en rickshaw. Sé lo que siente un hombre enamorado y alejado de su mujer y su familia durante tanto tiempo, por lo que decidí regalarle un día para que llegase antes a su casa.

De camino a Orcha, me insistió en que le llevara conmigo a España, que estaría encantado de trabajar para mí, y me mostró su particular currículo: un carné de conducir. Yo, medio en broma, le solté que eso se enseñaba al principio, no al final. ¡Con los sobresaltos que yo me había llevado! Él me iba enumerando que trabajaría de, en y lo que hiciese falta, que luego trasladaría a su familia, que si había alguna oportunidad no le olvidase. Le dije que no le gustaría España. ¡Somos tan diferentes!

Tampoco es cuestión de ir maleando a la gente por ahí, y en España correría el peligro de dejar de creer no sólo en sus dioses sino en sí mismo.

Orcha es un sitio pequeño, lleno de palacios en ruinas y templos de pueblo, donde la gente no vive de cara al turista ni de espaldas a la realidad: se vive y punto. Apenas unas tiendas, que según me refería la dueña de una de ellas a la que compré agua, solo se animaban dos meses al año. Hubiese sido una plaza ideal para quedarse, pero había prometido a Dinesh liberarlo de mi compañía. Vagabundeé dos horas en las que pude explorar varias veces la ciudad. Perderse era imposible.

Los últimos ciento cincuenta kilómetros hasta Khajuraho fueron un resumen de los veinte días anteriores: calor insoportable, carreteras malas y peores; animales muertos, accidentes, dhabas, silencios, risas, agua y té; pueblos, camioneros que preguntan, camareros que no entienden; inglés garrafón y direcciones equivocadas. Como si se tratase de una última prueba, de un póstumo desafío a nuestro Ambasador, una sacudida de lluvia violenta nos sorprendió a menos de diez kilómetros de Khajuraho. No se veía nada ni con el funcionamiento de los limpiaparabrisas. Casi al llegar a Khajuraho dejó de llover y el sol hacía brillar un paisaje verde recién bañado de aguas.

Khajuraho es policromía verde circundada de montañas en las que dicen que habitan numerosos tigres; tigres que, por cierto, cada vez se ven menos. No vi ninguno. El pueblo, tan vacío de turistas como el hotel en el que me hospedaba: un hotel de cinco estrellas donde era el único huésped. Antes había visitado otros dos que aún se veían más tristes. Los vuelos a y desde Khajuraho estaban suspendidos temporalmente y llegar allí no era cómodo; no hay tren, las carreteras son infames y está a más de cuatrocientos kilómetros tanto de Agra como de Varanasi, lo que hace alejarse mucho a los viajeros de sus apretados itinerarios. La ventaja de esto: precios excepcionales. Desventaja: eres una de las pocas posibles víctimas de la asociación de mafiosos comisionistas que pululan por allí.

Dinesh y yo tuvimos una despedida sobria, una despedida indo-castellana: en ocasiones es mejor decir poco o nada. Mientras tomábamos nuestro último té, él con leche, yo solo, recordábamos en silencio los kilómetros pasados, los días compartidos; aquel día que supimos que nos caíamos bien. Con el último sorbo, a Dinesh se le escapó un suspiro, una mirada agradecida, una sonrisa, un no me olvides... Anotó su dirección en mi libreta, dibujando más que escribiendo, como si inconscientemente apeteciera prorrogar el momento. Un apretón de manos fue suficiente para el adiós.

Sólo quedábamos el hotel y yo.
 

LA MAFIA INSOLIDARIA

Khajuraho cuenta con un numeroso grupo de jóvenes, generalmente bien vestidos y que hablan bastante bien inglés, cuya principal ocupación es ganar dinero fácil mediante timos y engaños a turistas y viajeros. Lo que les diferencia de otros comisionistas son sus maneras suaves y educadas; su persistencia afectada y que generalmente van en parejas o tríos. Pero hay algo falso en todo ello que te pone alerta; se ofrecen para cualquier cosa: tomar una copa, visitar su casa, ir gratis a cualquier lado o ignorar algunas tiendas. Demasiado «guay», demasiado sospechoso. Todos quieren alejarte de zonas más pobladas o donde la policía turística descansa sobre cualquier sombra. Muchos de ellos van en moto o bicicletas y te van acompañando hasta que ven a la policía. Entonces desaparecen y reaparecen unos cientos de metros después, lejos de su vista. Son «Guadianas» de ojos vivos. Los ciclo-rickshaws wallash los temen, como si ya hubiesen sufrido en sus propias carnes la violencia del que lo quiere todo. Intentan hundirte sociológicamente hasta que cedas a sus pretensiones, como si fueses un toro al que una muleta marea sin descanso: te hablan por un lado, por el otro; cambian el idioma cuando hablan entre ellos y vuelven a la carga; unas veces por la derecha, otras por la izquierda. Son tortura india: Unos verdaderos hijos de puta: aquí no valen eufemismos. Todos tienen novia en Santander, en Milán o en Barcelona. Eso sí, no tienen fotos de ellas, ni direcciones que lo acrediten. Algunos hablan un poco de español o italiano, pero de enciclopedia barata, de gramática imposible.

Después de veintidós días en India, yo les costaba un poco más y, al final, abandonaban cuando después de aguantar una presión que me impedía disfrutar de la belleza natural de Khajuraho, les decía que ya estaba bien, que me dejasen en paz, que yo no había llegado hasta allá para entablar su amistad. Entonces sus miradas y amabilidad se transformaban en ojos agresivos, en ademanes desafiantes, calibrando la posibilidad real de un enfrentamiento directo.

— En Khajuraho, muchos ladrones, muchos atracos —me decía uno de ellos—. Cuidado con esos de allí —me avisaba otro. Las mismas confidencias se repetían cada vez que los tenía cerca.

Entre ellos mismos se denunciaban, te avisaban sobre dónde te querían llevar los últimos que te habían abordado. Era su manera de entender la competencia, demostrando una falta de escrúpulos total, incluso entre colegas de profesión. Y para mí, hasta los ladrones deben tener su punto de legalidad, de «honestidad» con el robado y con el gremio. Yo, que no me jacto de ser muy valiente ni de nada en particular, le dije a uno de ellos que si cualquiera intentaba robarme, chorearme o tocarme un pelo, todos ellos iban a tener muchos problemas, y que su vida, tal y como la conocían, se iba a convertir en un infierno. Demasiado osado por mi parte, demasiado gallito; pero coló.

De vez en cuando está bien eso de ver una película de tipos duros.
 

CUANDO EL EROTISMO SE CONVIERTE EN PIEDRA

Hay templos que no sólo se admiran sino que se respiran y se sienten. Parece que hay una fuerza que te empuja hacia ellos. Son sitios cubiertos de misterio, piedras que nunca las jubilaron convirtiéndolas en ruinas y olvido. Los templos del Western Group de Khajuraho son un óptimo ejemplo de ello.

Desde la distancia, son siluetas piramidales acordonadas de buganvillas y pulcros jardines que simulan querer retrasar un encuentro con el mundo de los sentidos, de la lujuria, de la perfección. A medida que te acercas a ellos, empiezas a vislumbrar las más sensuales esculturas de figuras humanas que una mente pudo imaginar; se adivina que fueron esculpidas por varones porque estos no salen tan bien parecidos. En los templos, destacan las figuras de pétreas mujeres, que en posturas naturales, nada provocativas, parece que incitan a alinearte junto a ellas para perpetuarte allí todos los siglos del mundo. Las escenas de pasión se suceden en cada cuerpo de los incomparables templos, donde hombres y mujeres, desinhibidos de miradas ajenas, gozan en posturas imposibles, y el erotismo se convierte en balada arrulladora de deseos prohibidos.

Fueron creados para complacer a los dioses, para calmar su ira, pero más bien, pienso, fueron construidos para reflejar el fondo del alma india: animales, dioses, personas de toda condición se superponen en cada santuario, en cada altura, en cada esquina... Una India en miniatura cincelada en cada piedra, en cada ángulo...

Deambulaba por uno, por otro. Me daba lo mismo cómo se llamasen: yo me emborrachaba de imágenes, de gestos, de movimiento, y ya se sabe que los borrachos no atienden a razones ni a sugerencias. Este era un paraíso donde los corazones ajados de tanto amar se esponjaban y volvían a sonrojar.

Dentro, en uno de los templos, un grupo de mujeres realizaban su particular ofrenda, cantando de rosario, mientras el sándalo se quemaba alrededor de un mosaico de pétalos de flores.

Apoyado en una esquina, semiescondido, cerré los ojos y por unos momentos quise ser piedra.
 

CHAURASIA Y MIGUEL

Mi relación con los camareros viene de antiguo. Son una excelente fuente de información y narradores de historias que divierten las copas o los cafés tomados en soledad, confidentes de secretos y amigos de una ocasión. ¿Dónde estará ahora el camarero de bigote mexicano del Pavilhao Chines de Lisboa?, un verdadero especialista en martinis, en discreción y en cócteles de conversación, que convertía las tarde-noches de saudade de Lisboa en tertulias con fondo de música de Casablanca en las que el imaginado piano sonaba tan vacío como en ocasiones su voz.

En Khajuraho, tomando una cerveza en hotel Jass antes de cenar, entablé conversación con Chaurasia, un clásico de los hoteles indios que había trabajado en la cadena Taj en Agra y en Varanasi. Al decirle que yo había trabajado en el sector turístico, la conversación giró noventa grados y en segundos estábamos hablando por los codos de grupos, de hoteles, de niveles de servicio, de promoción de destinos turísticos..., de nuestras chorradas. Su sonrisa se iba cambiando de cortés a emocionada. Nostálgicamente, elevaba los ojos posándolos en el techo, recordando los días en que el restaurante tenía más gente que polvo; días en los que se atropellaban las comandas y siete camareros obedecían sus órdenes. De aquello, sólo quedaba su inmaculada chaqueta blanca.

— Todos tuvimos alguna vez nuestros momentos de gloria, todos hemos llegado a ese techo —le decía señalando con mi índice las alturas—; pero recuerda —continué— que esos momentos siempre están dispuestos a volver, sólo hay que creer en uno mismo, que hay más techos y tener un poco de suerte: claro, la suerte...

Asintió, y comenzó a darme una lección magistral sobre las preferencias y gustos de los clientes según su nacionalidad; conocía perfectamente los gustos de los españoles y me decía que Miguel, un guía español que había conocido años atrás, siempre comía en su hotel aunque se alojase en el más famoso Chandela. Hizo una descripción del guía que coincidía plenamente con uno de los mejores guías que se encuentran en España: Miguel Ponce.

Chaurasia sacó una libreta donde la dirección de Miguel, escrita de su puño, en letras mayúsculas, era guardada con mimo y cariño.

Sólo coincidí una vez con Miguel. Fue en Brasil: hicimos un trabajo magnífico cuyo reconocimiento fue un aplauso unánime de las casi cien personas que viajaban con nosotros, cuando recogíamos los equipajes en Barajas. Son esos momentos que no se pagan con dinero; son trabajos pagados con el corazón: los mejor pagados, los más satisfactorios.

¿Casualidad o que el mundo realmente es un pañuelo? Todavía no sé qué quiere decir esta frase, pero entiendo lo que significa y eso es lo que importa.

Cuando se lo conté a Chaurasia me dijo que si tenía la oportunidad de ver a Miguel, algo difícil por otra parte, le dijese que echaba de menos sus visitas y que avisase cuando regresase a Khajuraho.

No sé qué comentó Chaurasia de mí en el hotel, pero si antes de la conversación se desvivían por atenderme bien, después, estaban pendientes de mí a cada instante. No me dejaban vivir.

Y a mí tanto servicio de lujo, francamente, me aburría.
 

ESTACIÓN DE SATNA

A las siete de la mañana me estaban esperando ya mis nuevos compañeros de viaje. Había alquilado un coche para ir hasta Satna, donde tomaría el tren a Varanasi, y aunque en principio tenía pensado hacerlo en autobús, los horarios de éstos impedían cualquier conexión con el expreso Bombay–Varanasi, tren en el que había conseguido una plaza.

Así que allí estábamos los tres: el conductor, el dueño del coche y yo dispuestos a hacer un viaje de ciento treinta kilómetros por una carretera que ellos mismos catalogaban como infernal, con tramos en muy mal estado. El coche, un Ambasador sin aire acondicionado, sin cinturones de seguridad; con el cuentakilómetros e indicador de velocidad estropeados. El conductor, muy joven, estaba más asustado que yo. En ese escenario, sólo faltaba la «L» para que me hubiese bajado en ese momento. El sonido ronco y sucio del motor tampoco acompañaba, haciendo constantes amagos de griparse en cualquier cuesta de la montañosa carretera. Contra todo pronóstico, el viaje fue muy placentero: la temprana hora de salida evitó encontrarnos demasiados camiones, lo que tranquiliza bastante cuando se circula en la India. Atravesamos el Parque Nacional de Panna, una reserva de tigres cuyo paisaje podría haber sido perfectamente el de El libro de la Selva.

Al bajar del parque, paramos para revisar el coche: el esfuerzo de la subida había calentado demasiado el motor. Aprovechamos también para fumar un cigarro de carretera y descansar un rato de los continuos baches que habíamos soportado. Por lo visto, quedaba lo peor, me decía Hussain, el dueño del coche, moviendo la mano derecha de una forma que anunciaba un cuerpo envejecido. El mío.

Durante más de veinticinco kilómetros fuimos dando botes: socavones, baches, pistas de tierra y asfalto envejecido impedían que el coche se moviese con normalidad. La llegada a Satna, una antipática ciudad industrial, se convirtió en anhelado alivio para nuestros cuerpos, a pesar de soportar la hora punta de una ciudad que era imposible de manejar por la misma policía de tráfico. Como aún tenía tiempo antes de tomar el tren, invité a mis acompañantes a un refresco en un dhaba situado a escasos cincuenta metros de la estación. El dhaba tenía un suelo pegajoso por los restos de comida que habían arrojado anteriores clientes. El «zumbivuelo» continuo de las pesadas moscas no invitaba a la conversación. Apuramos nuestras bebidas en menos de dos minutos, y me despedí de ellos para recordar lo que era la espera en una estación.

Las estaciones de tren siempre me han gustado; a diferencia de los aeropuertos tienen vida. Son más cercanas, más humanas. Son hierro y piedra, olor a sol contaminado por fuego de fábrica; grasa ferroviaria que hierve en los raíles y que impregna los andenes de melancolía. Al llegar a la estación de Satna, intenté averiguar de qué anden salía mi tren. Era imposible, no entendía el hindi. Afortunadamente, el número del tren aparecía disimulado entre las letras de un cartel escrito en sánscrito. Poco a poco, me fui hacía al lugar, y descubrí un panel informativo traducido al inglés en el que se anunciaba el retraso de mi tren. Solo una hora. Busqué un hueco donde poder sentarme y dejar una mochila que empezaba a pesar de polvo y arena; pero no encontré un sitio ni en el suelo. Vagué con mi carga por todos los rincones de la estación, y me angustié viendo las caras agotadas de la gente que esperaba trenes que seguramente nunca llegarán a coger.

Estas almas han creado un hogar en los andenes, un hogar inmóvil donde habitan la miseria y famélicas figuras que huelen ya a cadáver. Lisiados por errores que no cometieron, peregrinos de dioses sin memoria, viven melancólicos la hora de escapar de los andenes de la pobreza. Sentados como los monos, te recorren con la mirada de la desesperación. Se arrastran hacia ti con un gesto de pintura de Goya, pidiendo, temblorosos, una moneda con la que poder llenar una mano de comida.

Los viajeros deambulaban con enormes bultos y maletas viejas, maletas que se hicieron cuando el mundo era en blanco y negro, mientras un megáfono ronco avisaba de las próximas llegadas y salidas. Las moscas completaban el decorado. Conseguí aposentare en un banco de piedra, entre dos indios que dormitaban la espera de su tren. Inmediatamente y frente a mí, se colocaron tres o cuatro hombres que me fijaban en su mirada. Sólo me miraban de arriba a abajo, de abajo a arriba preguntándose, supongo, qué carajo hacía allí. Cuando intentaba hablar con ellos, tímidos, bajaban la cabeza. No sabían inglés, nunca lo aprendieron y tampoco lo necesitarán. Llegaba un momento en el que tenías la sensación de ser una atracción de feria y cerrabas los ojos para desaparecerlos.

Era casi la hora de subir al tren. Los moribundos aguardaban bajo el sol su cita con la muerte. Su cita en Varanasi.
 

EXPRESO A VARANASI

El tren estaba entrando en la estación y aún lo haría durante unos minutos. Los trenes en la India son largos, inacabables, infinitos... En cuestión de segundos, se creaba una gran confusión. Los mozos de estación, alguno no tanto, corrían por el andén buscando vagones donde cargar o descargar pesados equipajes. Vestidos de rojo, se abrían paso entre una multitud que intentaba, desesperada, acceder al tren. Los vendedores ambulantes se repartían el tren: comida, periódicos, snacks, té, refrescos y agua eran voceados a velocidades de vértigo mientras tú, sumido en tanta confusión, te acelerabas intentando localizar el vagón donde tu nombre, tu plaza y tu edad aparecían escritos en un papel adherido a la puerta.

Buscando mi vagón, vi asomarse, entre las barras de las ventanas, a la gente hacinada en los vagones de tercera: eran cárceles de calor, donde una muchedumbre de pieles marrones, acomodadas en contorsionadas posturas, esperaban el aire de la salida. En cada parada, en cada estación, morían un poco. Empapado en sudor, recorrí diferentes compartimentos envuelto en el frío de un aire acondicionado que helaba mi ya sudado cuerpo. Me situé junto a una familia de clase media hindú que almorzaba en bandejas de catering, la comida encargada en estaciones pasadas.

¡Chai, chai, chai, chai chai, chai! anunciaban los camareros del tren cuando éste se puso en marcha. Con enormes teteras ofrecían con urgencia el aromático té con leche que los indios acostumbran a tomar en cualquier momento.

¡Chai, chai, chai, chai, chai, chai! escuchaba en la lejanía mientras candaba mi mochila al asiento que me había correspondido. Me apetecía conversar con mis compañeros de viaje, pero no estaban muy por la labor, así que me puse a leer y mirar el paisaje, mientras oía el mover de sus bocas y olía el especiado aroma de su comida. Después del almuerzo, los varones subirían a las literas para dormir, y no sabría más de ellos hasta que en una estación bajaron a comprar más comida y té.

La velocidad del tren lenta, casi de entrada en estación, permitía recrearte en el paisaje. Un paisaje que ya era verde, y en el que los campos de arroz dulcificaban la dureza de un viaje de asiento duro. Apenas eran trescientos y pico kilómetros, pero ya llevaba metido siete horas en el tren. Cada parada, de más de quince minutos, la aprovechaba para bajar, estirar las piernas y aspirar unas bocanadas de humo del ansiado cigarrillo que encendía en las paradas largas. Otras veces, nos deteníamos en la nada, sin motivo aparente, y allí solía hablar con la tripulación del tren que parecía hiciesen apuestas sobre la hora de llegada. En una de ellas, conseguí ver un sol vestido de rojo que se acostaba en unas apalmeradas montañas que suavemente oscurecían. Hay vistas que no se pueden explicar.

Ya con la noche cerrada, la lluvia golpeaba los cristales con tal fuerza, que parecía avisar de un inminente descarrilamiento. Cada vez marchábamos más despacio, las paradas se hacían obligatorias; eran paradas de linternas y voces en la oscuridad que recordaban películas de lluvia y tensión.

Pregunté al responsable de nuestro vagón la hora estimada de llegada. Demorábamos dos horas sobre el horario previsto:

— Dentro de una hora, como mucho dos— afirmaba sin mucha convicción, y continuaba su camino diciendo algo que nunca supe, pero que me dio la sensación que apostillaba: ¡si llegamos!

¡Chai, Chai, Chai, Chai, Chai, Chai! fueron las últimas palabras que oí hasta la llegada a Varanasi.

Me había dormido.
 

LLEGADA A VARANASI

Cuando el tren se adentró en la estación, Varanasi era algarabía en tinieblas. Según descendí del tren, comprobé que me hallaba en otra India; en las mil Indias. En la India de la pobreza extrema, de la lepra, de la muerte, de la vida..., en la India exagerada; una India concentrada en los abarrotados andenes y vestíbulos de la estación.

Una alfombra de cuerpos ocupaba cualquier rincón de la estación. Tenía que tener cuidado de no quebrarlos. Los taxistas y buscavidas atosigaban bajo un coro de lamentos que se confundían con los pitidos, bocinazos y ruidos de motor de las flotas de taxis y viejos autorickshaws que esperaban, preferentemente, clientes como yo.

¿La primera impresión? Definitivamente, esta ciudad era diferente.

En un principio pensé instalarme cerca de los ghats, pero encontrar el hotel de noche, entre las estrechas callejuelas de la ciudad, iba a ser complicado, por lo que a última hora, resolví dirigirme a la zona de Cantonment, un área situada a cinco kilómetros de los ghats. A ello obedecían también razones prácticas: el viaje en tren me había dejado extenuado, con una espalda y huesos doloridos que ya no eran míos. Necesitaba descansar: India puede llegar a agotarte, no sólo físicamente, y de vez en cuando precisas de un espacio cómodo, limpio donde reposar las experiencias y escribir las vivencias.

Chaurasia, Hussain y un indio que conocí en Khajuraho, y que días mas tarde encontraría en las inmediaciones del Templo de Durga, donde bajo una higuera bengalí hablamos sobre la religión en India, me habían advertido de la suciedad de algunos de ellos: —«Very dirty, very dirty»— repitieron cuando comenté mi intención de dormir cerca del Ganges. Así que después de inspeccionar tres hoteles, opté por el mejor. Un hotel nuevo, con todas las comodidades, y con un restaurante indio realmente excepcional, con conexión a Internet y una agencia de viajes que me vendría muy bien para realizar las reservas de la última parte de mi viaje: contrastes de la India, contrastes de todos los lados.

Y ya es hora de desmitificar la pobreza, lo cutre, el «yo estuve en un sitio de mala muerte» y la India es una aventura de Al filo de lo imposible: en los viajes, te metes donde puedes o donde quieres, comes cuando tienes hambre y, dentro de lo que cabe, lo que te apetece. Todo depende de tu presupuesto y de tu objetivo. En definitiva, lo planteas como una experiencia, no como un concurso de supervivientes, pero sólo querer reparar en una realidad del país, la buena o la mala, da igual, es a todas luces injusto tanto para uno mismo como para el país que se visita.

Me gusta ver todo: lo bueno, lo malo y lo regular. No tengo cargo de conciencia —y esta la sacamos rara vez y cuando nos conviene— por saber que por lo que pago en determinados sitios come una familia un mes —y al final comen—, ni me avergüenzo por no tener el arrojo suficiente para pernoctar en determinados antros. Sólo la necesidad me llevaría a ellos; al igual que en España procuro no comer o alojarme en determinados lugares. Cuando tengo que hacerlo se hace; en India, en España y, si hace falta, en Pekín que todavía no he tenido la oportunidad de conocer. No soy nada escrupuloso, nada especial, pero pudiendo, intento estar lo más cómodo posible. ¿Qué es más auténtico?, ¿qué es mas de allí alojarse o comer en determinados sitios? No sé. ¿Quién decide eso?, ¿en qué manual viene?

Y me pregunto: ¿Quién tiene la verdad de los viajes?

Todos y nadie.
 

EL CASTIGO DE BUDA

El cansancio acumulado de los últimos días me había impedido madrugar para asistir a las ceremonias y rituales de baño a mogollón en los ghats de Varanasi. Me desperté vago, remolón, de niño que no quiere ir al colegio, de día de lluvia... Tras un «arriba campeón», una ducha, dos cafés solos y un cigarro quitamonos, salí del hotel con la intención de visitar Sarnath, un lugar situado a unos diez kilómetros de Varanasi.

Sarnath es un centro de peregrinación budista que alberga un conjunto de templos ordenados, limpios y vistosamente coloreados que invitan a la reflexión bajo la atenta mirada de un Buda de templo recién regado.

Cuentan que fue aquí donde Siddhartha, más conocido por Buda, pronunció su primer sermón. También donde se retiraba a descansar en la época de lluvias, después de haber impartido sus enseñanzas a lo largo y ancho de una India, que seguramente no fuese un país.

Es curioso ver cómo los mismos hinduistas también veneran las imágenes de Buda, aunque las funciones de éstas son más símbolo, más recordatorio que otra cosa para profundizar en el conocimiento espiritual y así alcanzar el nirvana. En cada monasterio, en cada Stupa, montículo cilíndrico que dicen alberga la presencia de Buda y en cuyo interior se pueden encontrar reliquias y huesos de santos budistas, en cada templo, se veían hombres y mujeres vestidos con túnicas de sacerdotes, de monjas: uniformados del mismo color.

Como no me venía muy bien alcanzar el Nirvana en esos momentos, más que nada porque para ello necesitaba reflexionar y meditar mucho, y ese tampoco era el objetivo final de mi viaje, me limité a intentar comprender un poco más eso de la permanencia y no permanencia, y concluí que se me hacia difícil renunciar al apego, a las emociones, a las posesiones. Continué mi camino por el complejo. De pronto, me asaltaron unas dudas: ¿Cómo le llegó a Buda su iluminación?, ¿quién le iluminó?, ¿de quién o de qué le llegó la fuerza y temple necesarios para resistir a todas las tentaciones a las que fue sometido por Mara, el demonio?, ¿cómo se alcanzaba la óctuple vía: comprensión, intención, palabra, acción, subsistencia, esfuerzo y concentración rectos, cuando todos estamos sometidos a pasiones, emociones, actitudes, comportamientos y palabras o hechos que nos alteran constantemente? No sabía. ¡Ojalá! ¿Qué pasaría si todos lo alcanzásemos?, ¿en qué nos convertiríamos?

Me adentré en un bosquecillo lleno de ciervos. Había niños que jugaban con un balón. Al verme, me desafiaron, con provocación, a jugar con ellos. Naturalmente, lo hice, mostrándoles con mis pies el porqué de la supremacía del fútbol europeo, aunque al final, y por aquello de que la vanidad no es buena compañera de viaje, en uno de esos toques de balón, de esos en los que te estás gustando, perdí el equilibrio y caí en acrobática pirueta que produjo el despilfarro de carcajadas más escuchado en la India en los últimos años. Incluida la mía, claro.

Y es que Buda te castiga de forma juguetona, riendo con su sonrisa de Monalisa.
 

PREGUNTAS QUE NO SÉ RESPONDER

Sólo eran las diez y media de la mañana. A pesar de que el calor amenazaba con desmayarme continué mi visita por Sarnath. Una botella de agua y cinco minutos fueron suficientes para reponer fuerzas y líquidos. Medio cerré y estiré los ojos para ver el templo chino y el minimalista japonés, que parecía imposible en esa India desordenada. Renegocié el precio del autorickshaw con Sumit, mi bigotudo conductor —lo necesitaría durante unas horas más— y atravesamos las congestionadas calles de Varanasi hasta el templo de Durga, divinidad femenina esposa de Shiva y que es la diosa más fiera y cruel de cuantas existen en la India: en Bengala, en los templos que la adoran, dicen que se celebran sacrificios con animales para saciar su sed de sangre. El templo se encontraba a unos cuatro kilómetros de Goudalia, el centro histórico de la ciudad, y cerca del Asia Ghat. Este templo es también es conocido como el «templo de los Monos». Unos monos con muy mala leche; con leche condensada.

El templo de Durga se vestía de romería de domingo: los fieles organizados en grupos se desparramaban por los patios del templo canturreando, quemando sándalo o realizando guirnaldas de flores para ofrecer a los dioses. Sumit me acompañó en la visita y durante la misma asistimos a la ceremonia breve en la que se mostraba la devoción a la diosa. Nos marcamos la frente con un tilak naranja hecho de una pasta que arrancamos con las uñas de una de las ventanas del templo.

Saliendo, me encontré con Lalit Ballami, el hombre que había conocido en los templos de Khajurajo, el cual se hallaba de vacaciones por la zona. Era de Satna, de mi primera estación. Lalit me invitó a sentarme bajo una higuera bengalí que en India, en algunas zonas, también son consideradas sagradas. Se interesó por mi opinión sobre las religiones de la India en general, y sobre la suya en particular. Realmente no sabía qué decir. No tengo muy claros ni los conceptos de la religión católica, como para opinar sobre un berenjenal de miles de dioses que se interpretan y reinterpretan según entienda cada hindú. Me preguntó si era católico y dudé antes de responder con un lacónico sí, del que ni yo mismo estaba convencido. Cuando abandonamos el templo, Sumit, que había asistido a la conversación sin pronunciar palabra, y viendo que mi alma, a su entender, precisaba de urgentes remedios, me brindó la posibilidad de que conociese a un gurú para aclararme los conceptos que no tuviese claros sobre Dios. Decliné la invitación, no por nada en especial: soy una persona abierta a cualquier enseñanza o conocimiento nuevo, pero no era el momento para ello, y, además, ignoraba de qué Dios me iba a hablar.

En un mundo en el que Dios o los Dioses parecen haber olvidado a los hombres, se me hace difícil creer en nada que no sea en el respeto, en la tolerancia; en procurar actuar correctamente con los demás, en ayudar cuando se pueda y quiera, o en perdonar u olvidar las faltas de los demás: el vive y deja vivir.

Las religiones se las cargaron cuando las adornaron de fantasía, las rellenaron de temor y las basaron en recompensas. Un hombre debe ser justo con él y con los demás; pero por él mismo, no por obligación. Su recompensa es la paz interior. Lo que venga después de la muerte nadie lo ha visto. Y confieso que estoy de acuerdo con muchos pensamientos de todas las religiones, y que en torno a ellas sigue habiendo cosas que me atraen, pero de ahí a tener la suficiente fe para vivirlas hay un largo camino, que no sé si la vida me dará la oportunidad de recorrer.

Hay preguntas que no sé responder.
 


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